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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

El Cristal con que se Mira

Joaquín Lloréns

 

     

Solo vi a Christel Raetz en dos  ocasiones. Ambas mientras comprobaba la documentación con la recepcionista del hotel, durante mi visita semanal. La primera vez vi por la ventana pasar a una mujer junto a la recepción. Tenía el cabello completamente canoso y caminaba cadenciosamente con la espalda encorvada, ayudada por un andador. Sujeta a su delgada muñeca izquierda, una correa sujetaba a un pequeño Westie que, según supe después, había adoptado del refugio de perros de Mallorca diez años antes. Nos saludó en alemán al pasar. La recepcionista me aclaró que se trataba de la señora Raetz, cliente de largas temporadas invernales desde hacía veinte años. Sin embargo, como tantos de sus conciudadanos germanos residentes, no hablaba ni una palabra de español. Aunque era presumible que, pese a su nulo interés, debía entender bastante de nuestro idioma después de tantos años pasando largas estancias en la isla. Al principio venía acompañada de su marido. Tras la muerte de este, seguía acudiendo puntualmente cada final de otoño y vivía en el hotel desde diciembre hasta marzo. Tenía 92 años y cada día salía a pasear con su perro. Según había afirmado, el día que se muriera su perro no volvería más. La contemplé unos segundos, impresionado de la extrema fragilidad que transmitían, tanto ella como el perro. ¡Pensar que en su juventud había vivido la II Guerra Mundial! Lo que podría contar…

Un mes después, entre la documentación de los gastos semanales, me topé con una factura de diversas revistas alemanas compradas en una clínica. Cuando pedí aclaraciones, me explicaron que la señora Raetz se había caído y roto el coxis. Aunque nunca había hablado con ella, sentí una lástima sincera. A esa edad, la rotura de una cadera u otro hueso, en muchas ocasiones provoca la muerte.

A la semana siguiente, al regresar al hotel, me informaron de que habían organizado una fiesta con los clientes, casi todos repetidores y de larga estancia durante el invierno. Se respiraba un ambiente festivo hasta que, de pronto, entró la recepcionista con la cara demudada. “Ha venido el veterinario”. Al preguntar por el motivo de la visita y de su alteración me explicó que venía a sacrificar al perro de la señora Raetz. Hasta yo sentí un nudo en el estómago y no quise indagar más. Aquello parecía el inevitable dramático fin de las estancias de la anciana.

La siguiente vez que acudí, me interesé por el estado de la anciana. Estaba mejor y había salido del hospital. Su hijo, un jovenzuelo sesentón, había venido para hacerla compañía durante su convalecencia. Al preguntar cómo llevaba la ausencia del perro, me contestaron que bastante bien. Había comprendido que su sacrificio había sido necesario. Tras haber vivido el III Reich, los bombardeos aliados y la postguerra en Alemania, debía saber mucho de sacrificios necesarios e innecesarios. Por lo visto, hacía tiempo que el Westie estaba sordo y ciego. Pero lo más triste para la anciana había debido ser que, cuando regresó del hospital, el perro ni siquiera la reconoció. ¡Qué trago debió suponer! Se había convertido en una desconocida para su querido animal de compañía, su fiel compañero durante más de una década, impedido por completo, y ya sin tan siquiera olfato. Aun así, no se sentía abandonada. Al perro lo habían enterrado en el jardín, cerca del apartamento de la anciana y esta, por lo visto, hablaba cada día con él desde su ventana. Y yo me pregunto: ¿de qué hablan? ¿De su juventud bajo el III Reich? ¿De sus amores idos y venidos? ¿De sus hijos y nietos? No lo sé, pero me da escalofríos pensar en ello.

Una semana más tarde, en mi puntual visita al hotel, me encontraba como de costumbre revisando la documentación, cuando la recepcionista exclamó en voz alta para llamar la atención de sus compañeras: ¡Mira, la señora Raetz! También yo dirigí mi ventana al camino que pasaba por delante de la oficina. Sí, allí estaba la anciana paseando agarrada a su andador y seguida por un hombre que deduje que era su hijo. La mujer caminaba con una seguridad mayor de la que hacía gala la primera ocasión que la vi. Y al girar su rostro para saludarnos, me quedé pasmado. Esperaba ver un rostro macilento y agotado con una etérea figura con una guadaña a su lado, anticipo de su inminente fallecimiento. Cuál fue mi sorpresa cuando el rostro de la mujer tenía una expresión de fortaleza y voluntad que muchos cincuentones querrían. Apenas fue un vistazo fugaz, pero bastó para comprobar una vez más, cuán erróneas son muchas veces nuestras asunciones y como la realidad se empeña una y otra vez en demostrar que nuestra imaginación nos hace ver el mundo completamente diferente a como es en realidad.

 

 

El cristal con que se mira

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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